chocolate, sábado, caderas, habitación, tortura,
calor, rojo, cristal, falso, pegajoso,
columpio, fuego, inconsciencia, golosina, coqueteo.
Siempre quise tirarme a un
desconocido, a mí los desconocidos me han gustado de siempre, me refiero en
general, porque como no les ha dado tiempo a joderla, todos son maravillosos.
Un día le di la vuelta a las tres tuercas que me quedan y asocié lo de joder
con desconocer y encontré un deseo. Los anhelos son así de fáciles de crear. De
conseguir también, sólo que a veces nos inventamos tareas imposibles sólo por
gandulería.
Escogí a Fernando. Evidentemente
no se llamaba Fernando, le puse ese nombre porque me recordaba al camarero del
bar de abajo, y aunque también quería tirarme al camarero del bar de
abajo, a éste ya lo conocía. Fernando
apareció en el bar del aeropuerto y me miró. Falso, no me miró, repasó con la saliva
imaginaria las caderas que se movían dentro de un vestido rojo. Y dio la
casualidad de que el vestido rojo era mío. A veces no hace falta más que eso,
rodearte el cuerpo con algo ceñido a modo de soga que te aprisiona y simular
que vas encadenada a la ropa que te viste. A veces es una tortura, lo admito,
pero el juego tiene ese precio. También me resulto ridícula diciendo que mis
pulseras pueden ser sus esposas, o que en el pecho tengo una habitación a cuyo
balcón se están asomando mis tetas, como te lo digo, pero es que esto,
increíblemente, a los tíos les gusta, y a los desconocidos más. Porque no me
veo yo diciéndole a mi Pedro en el coqueteo de la siesta del sábado cuando el
niño está en casa de la abuela que mi clítoris es su golosina. No. Y sin
embargo, cuando antes de ir al baño se lo dije a Fernando, faltó poquísimo para
que le saliese fuego de debajo del pantalón. No sé si es el mejor plan, porque
luego pasa lo que pasa, que a la mínima actuación de sexo al borde de la
lengua, cuando cierras la boca y te pones de pie para agonizar, resulta que se les
ha ido todo el calor porque lo haces tan bien, la comes tan bien, la revientas
tan bien. Y ahí te quedas, reflejándote en el cristal lleno de huellas, con el
rostro pegajoso y con cara de muerta. Los odio. Al final termino odiándolos,
cuando terminan antes o cuando tengo la suerte de morirme primero yo. No
importa. En ese momento es como si los conociese de mucho tiempo, y paso de la
inconsciencia absoluta de ese hombre al más absurdo de los rechazos. Dejo de
fingir ser atractiva, morbosa, cálida y sensual y paso a ser una mujer normal
que desea volver a casa, volver a Pedro, volver a la abuela y al columpio del
barrio a pasear a su niño. A veces no sé si la desconocida soy yo.